TIERRAS FRÁGILES: EL PROBLEMA DE LA DESERTIFICACIÓN
Si bien el suelo es el sustento de las actividades productivas primarias como la agroforestería y la ganadería, su relación con la sociedad se entiende mejor cuando se liga al concepto de tierra.
El concepto de tierra incluye a muchos otros componentes, además del suelo. Se define como el área específica de la corteza terrestre con características particulares de atmósfera, suelo, geología, hidrología y biología, así como los resultados de la actividad humana pasada y presente en esa área y las interacciones entre todos estos elementos (UNCCD, 1994).
La Convención de las Naciones Unidas para la Lucha contra la Desertificación y la Sequía (UNCCD, por sus siglas en inglés), definió a la degradación de la tierra como “la reducción o pérdida de la productividad económica y de la complejidad de los ecosistemas terrestres, incluyendo a los suelos, la vegetación y otros componentes bióticos de los ecosistemas, así como los procesos ecológicos, biogeoquímicos e hidrológicos que tienen lugar en los mismos”. En este sentido, la degradación de la tierra incluye a la degradación del suelo, de los recursos hídricos y de la vegetación, los cambios en la frecuencia de incendios, las alteraciones en los ciclos biogeoquímicos y las invasiones biológicas, entre otros fenómenos.
Cuando la degradación de la tierra se produce en las zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas, se habla de desertificación, la cual puede darse como resultado de factores que incluyen a las variaciones climáticas y las actividades humanas (UNCCD, 1994). En México, el concepto de desertificación se ha ampliado hacia todos los ecosistemas, debido a que la degradación de la tierra no está restringida a las zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas. Sin embargo, se considera que éstas son las más vulnerables a la desertificación (Conaza-Sedesol, 1994).
La atención mundial en la lucha contra la desertificación gira en torno de la UNCCD, la cual entró en vigor en la década de los 90. Hasta marzo de 2008, 193 países se habían adherido, aceptado o ratificado como miembros de dicha Convención, entre ellos México, que ratificó su firma en 1995 (UNCCD, 2008). Los objetivos de la UNCCD incluyen la lucha contra la desertificación y la sequía prolongada mediante estrategias de largo plazo que permitan simultáneamente el aumento de la productividad, la rehabilitación, la conservación y el aprovechamiento sostenible de la tierra y los recursos hídricos, con miras a mejorar las condiciones de vida de la población que habita en las zonas desertificadas.
En México, la atención gubernamental al problema de la desertificación se remonta a 1970, con la creación de la Comisión Nacional de Zonas Áridas (Conaza), pero es hasta 2005, en el marco de los objetivos de la UNCCD, que se conformó el Sistema Nacional de Lucha contra la Desertificación y la Degradación de los Recursos Naturales (Sinades).
El Sinades coordina las acciones de diversas instituciones públicas y organismos sociales y tiene como objetivos contener y revertir la desertificación, lograr que los productores rurales, especialmente de las zonas críticas, adopten sistemas y prácticas productivas para preservar y mejorar los recursos naturales a través de políticas, instrumentos y recursos financieros específicos en contra de la desertificación. En el Sinades participan la Semarnat, Sagarpa, Sedesol, SRA, SEP, SS y SE, así como gobiernos estatales, productores rurales, organismos de la sociedad civil, campesinos, e instituciones de educación superior e investigación.
Distribución de las tierras secas
Las zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas, genéricamente denominadas tierras secas, se caracterizan por condiciones climáticas particulares, como son la precipitación escasa y variable, temperaturas elevadas o muy bajas -en el caso de los desiertos fríos- y elevada evapotranspiración potencial. Técnicamente, las zonas áridas se definen como zonas que tienen un índice de aridez (obtenido a partir del cociente entre la precipitación anual media y la evapotranspiración potencial media) comprendido entre 0.5 y 0.65. Con base en estos valores, 30% de las zonas áridas del mundo están en zonas propiamente áridas, 45% en zonas semiáridas y 25% en zonas subhúmedas secas (Reynolds et al., 2005; Mapa 3.10).
En términos globales, las tierras secas (incluyendo las muy áridas)6 ocupan 41.3% del planeta, lo que equivale a 6 mil 90 millones de hectáreas distribuidas principalmente en Asia, norte de África y la mayor parte de Australia (Mapa 3.10). En los países desarrollados se encuentra 28% del total de las tierras secas del mundo y el resto (72%), en los países pobres (MEA, 2005).
En México7, las zonas muy áridas, áridas, semiáridas y subhúmedas secas ocupan aproximadamente 128 millones de hectáreas, es decir, más de la mitad del país. Las zonas muy áridas y áridas se encuentran principalmente en Baja California, Baja California Sur, Coahuila, Chihuahua y Sonora, representando 49% del total de las tierras secas del país. Las zonas semiáridas abarcan 29%, distribuidas en su mayoría en el desierto Sonorense y en los estados del altiplano mexicano; y el 22% corresponde a las zonas subhúmedas secas de Campeche y Yucatán, el Golfo de México y las costas del Océano Pacífico desde Sinaloa hasta Chiapas (Mapa 3.11).
En el 2000, 2 mil millones de habitantes, es decir, cerca de un tercio de la población mundial habitaba en las tierras secas (MEA, 2005). En México, en 2005, 46% de la población habitaba en éstas zonas, lo que equivale a 47.7 millones de habitantes. De los cuales, 21.8% es población rural y 78.2% urbana (Figura 3.9; INEGI, 2006).
En las zonas semiáridas y subhúmedas secas de México se concentra alrededor de 75% de la población que habita en las zonas secas, debido muy probablemente a que en ellas, los suelos son más productivos (Figura 3.9). De hecho, 60% de la superficie agrícola del país se encuentra en las tierras secas, y de este total 42% se ubica en las zonas semiáridas y 30% en las subhúmedas secas (Figura 3.10).
Durante el periodo comprendido entre 1993 y 2002, los cambios en la cobertura de los matorrales, selvas húmedas y subhúmedas y bosques templados ubicadas principalmente en las tierras semiáridas y subhúmedas secas del país, hacia tierras con algún otro uso (por ejemplo, agropecuario), se calculó en una pérdida de aproximadamente 1.7 millones de hectáreas. Por otro lado, la superficie con valor forrajero destinada a la actividad pecuaria, durante el mismo periodo, creció a un ritmo anual de 1.26% (Figura 3.11).
Magnitud de la desertificación
Las estimaciones sobre la magnitud de la desertificación son muy diferentes porque dependen del método de cálculo y del tipo de degradación del suelo incluido en la evaluación. La UNCCD calcula que entre 71 y 75% de las zonas secas del mundo están desertificadas, aunque esta cifra ha sido criticada debido a que las estimaciones se han hecho tomando en cuenta separadamente los factores biofísicos (erosión o pérdida de la cobertura vegetal) y socioeconómicos (pérdidas económicas, disminución de la producción, migraciones humanas) de la desertificación; basta señalar que raramente se consideran ambos grupos de factores simultáneamente para estimar la magnitud de la desertificación (Reynolds et al., 2005).
En México, a la fecha, no existen estudios específicos sobre la extensión de la desertificación a nivel nacional, sin embargo, para tener una idea de la magnitud de este fenómeno, se consideró a la degradación del suelo como un estimador de la desertificación en las zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas del país, sin perder de vista que es sólo uno de sus elementos.
Tomando el criterio antes señalado, en nuestro país la degradación del suelo afecta a 44.2% de las tierras secas en distintos niveles de intensidad (Figuras 3.12 y 3.13). Entre 93 y 97% del total de la superficie con degradación en las zonas secas ya se encuentra en los niveles de ligera y moderada, lo que es un foco de alerta, debido a que de continuar este proceso se puede llegar a los niveles de degradación fuerte o extrema, en los cuales la recuperación de la productividad del suelo es materialmente imposible. Las zonas secas que no presentan evidencias de degradación de suelo se encuentran en el centro del Desierto Chihuahuense (cerca de la confluencia de los estados de Chihuahua, Coahuila y Durango), el Gran Desierto de Altar, al Noroeste de Sonora y la península de Baja California (Mapa 3.12).
Del total de las tierras secas del país que presentan degradación del suelo, 32.4% son semiáridas, 26.1% subhúmedas, 19.1% muy áridas y 22.4% áridas. Sin embargo, cuando se examina la proporción afectada con respecto a la superficie que ocupa cada una de esas tierras, las subhúmedas secas son las más afectadas (52.8%), seguidas de las semiáridas (48.9%), las áridas (45%) y las muy áridas (30.4%).
Respecto de la distribución de los procesos de degradación por tipo de zona seca, la erosión eólica del suelo es el proceso dominante en las zonas muy áridas y áridas, mientras que en las semiáridas y subhúmedas secas es la degradación química (Figura 3.13).
Conservación y restauración de suelos
Históricamente, el suelo ha sido un recurso natural poco atendido por los gobiernos y la sociedad en general, a pesar de que su degradación y desertificación tienen consecuencias negativas tanto ambientales como sobre el bienestar de la población. La pérdida de la productividad de los ecosistemas, presencia de tolvaneras, pérdida de hábitats acuáticos y disminución del rendimiento pesquero, aumento de la frecuencia de inundaciones, incremento de la emisión de gases de efecto invernadero al oxidarse la materia orgánica, son sólo algunas de las consecuencias ambientales asociadas a la degradación de los suelos. Todas ellas están muy relacionadas con el incremento de la pobreza y las migraciones (Cotler et al., 2007). Debido a la complejidad de las causas y las consecuencias, el tema de la degradación de los suelos y la desertificación es atendido por la Semarnat, la Sagarpa, la Conaza y la Comisión Nacional Forestal (Conafor).
Para hacer frente al problema de la degradación del suelo, la mejor alternativa es utilizar un enfoque de desarrollo sostenible, el cual además de atender las necesidades humanas actuales, considera preservar un ambiente sano para las generaciones futuras. Sin embargo, llevar este principio a la práctica no es una tarea sencilla, ya que, además del componente estrictamente ambiental, existe una serie de factores sociales, económicos y políticos que dificultan la eliminación o el amortiguamiento de las causas que provocan la degradación del suelo. Por ello, son necesarias acciones que promuevan el manejo sostenible del suelo mediante el impulso al sector rural, el acceso a tecnología adecuada y asequible y la asistencia a la comercialización, todas ellas considerando las condiciones y necesidades de cada región del país y sin que esto comprometa la actividad agrícola y comercial de la población actual.
A pesar de que se carece de una estrategia nacional integral para la conservación de suelos en la cual se definan acciones directas y específicas para la conservación y el mantenimiento de sus funciones, dentro de los programas operados por la Semarnat, Sagarpa, Conafor y Conaza se aplican acciones indirectas con apoyo económico y técnico enfocadas a la realización de obras hidráulicas, de reforestación y de manejo de tierras agrícolas que están dirigidas a conservar este importante recurso natural.
Los programas institucionales más importantes en cuanto a superficie incorporada a la protección y rehabilitación del suelo son el Programa de Suelos Forestales, operado por la Conafor y el Programa Integral de Agricultura Sostenible y Reconversión Productiva en Zonas de Siniestralidad Recurrente (Piasre), operado por Sagarpa (Figura 3.14). Como parte de las acciones de estos programas se brinda apoyo económico y asesoría técnica a los dueños de las tierras para la ejecución de obras de conservación y restauración de suelos forestales en el primero, y a zonas con sequía recurrente, en el segundo (Cuadro D3_SUELO04_01; IB 3-4).
Estos programas apoyan a proyectos de índole muy diversa, como la construcción de represas, el establecimiento de cortinas rompevientos o la reconversión productiva del suelo mediante sistemas silvopastoriles y de agroforestería. Debido a que otros programas forestales (por ejemplo, el manejo forestal sustentable o la reforestación) también tienen efectos sobre el suelo, es complicado determinar con precisión la superficie en la cual se realizan prácticas de conservación y recuperación (Figura 3.14; IB 3-4; Cuadro D3_SUELO04_01).
Estos problemas también se reflejan en la insuficiente información confiable que permite evaluar el desempeño de estos programas.
Dada la magnitud del problema y la insuficiencia de recursos destinados a este fin, el reto es focalizar los apoyos en función de las características de la degradación de los suelos con acciones específicas para cada tipo y nivel de degradación observado. Las acciones de conservación más comunes que se aplican están dirigidas al control de los escurrimientos que afectan la infraestructura y los centros de población, pero son poco eficaces para revertir, por ejemplo, el problema de la degradación química, en la modalidad de pérdida de la fertilidad, que es el tipo de degradación dominante (16.6%) en el país, causado principalmente por prácticas agrícolas y pastoriles deficientes (ver Recuadro ¿Es posible recuperar los suelos degradados?)
Notas
6En el presente capítulo se consideran como tierras secas a las regiones áridas, semiáridas y subhúmedas secas. Además, con base en la terminología utilizada por la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio en su estudio sobre Desertificación (MEA, 2005), se incluyen también a las muy áridas o hiperáridas.
7La clasificación de las zonas muy áridas, áridas, semiáridas y subhúmedas secas se realizó con base en el Sistema de Clasificación Climática de Köppen adaptado para México (García, 1988).
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