PROCESOS DEL CAMBIO DE USO DEL SUELO
De los procesos que determinan el cambio en el uso del suelo algunos han recibido especial atención. Tales son los casos de la deforestación -el cambio permanente de una cubierta dominada por árboles hacia una que carece de ellos3-, la alteración -también llamada degradación y que implica una modificación inducida por el hombre en la vegetación natural, pero no un reemplazo total de la misma- y la fragmentación -la transformación del paisaje dejando pequeños parches de vegetación original rodeados de superficie alterada-. El cambio de uso del suelo en matorrales no ha recibido un nombre específico, aunque a veces se le incluye bajo el rubro de desertificación, en el sentido de que se trata de “degradación ambiental en zonas áridas” (aunque la desertificación también incluye zonas subhúmedas). De acuerdo con la Ley General de Desarrollo Forestal Sustentable, los matorrales de las zonas áridas y semiáridas del país son también vegetación forestal, por lo que bien se podría aplicar también el término deforestación, aunque para diversos órganos internacionales la deforestación se restringe a zonas arboladas.
Deforestación
El principal motivo de preocupación mundial en torno a la deforestación se refiere al calentamiento global y a la pérdida de los servicios ambientales que prestan los bosques y selvas. Los bosques proporcionan servicios de gran importancia: forman y retienen los suelos en terrenos con declive, evitando así la erosión; favorecen la infiltración del agua al subsuelo alimentando los mantos freáticos y también purifican el agua y el aire. Además, son fuente de bienes de consumo tales como madera, leña, alimentos y otros “productos forestales no maderables” (alimentos, fibras, medicinas), cuya importancia para la industria y para los campesinos es destacable en México (FAO, 2000; GEO 3, 2002). Las comunidades vegetales dominadas por formas de vida arbórea constituyen, además, enormes reservas de carbono en forma de materia orgánica. Estimaciones recientes muestran que los bosques del planeta almacenan unas 283 gigatoneladas de carbono en la biomasa de los árboles (FAO, 2005). Este mismo trabajo señala que la suma total del carbono retenido en la biomasa forestal, en los árboles muertos, la hojarasca y el suelo, supera en alrededor de 50% la cantidad total de carbono contenido en la atmósfera (FAO, 2005). Al emplear el fuego para eliminar la cubierta forestal, ese carbono es liberado a la atmósfera, donde contribuye y exacerba el efecto invernadero. En el caso de México, cálculos preliminares estiman que anualmente, durante el periodo 1993-2002, las emisiones nacionales de bióxido de carbono asociadas al cambio de uso del suelo ascendieron a 89 mil 854 gigagramos de bióxido de carbono equivalente, es decir, alrededor del 14% de las emisiones totales de GEI nacionales (INE-Semarnat, 2006).
En el sentido inverso, la vegetación secuestra carbono de la atmósfera a través de la fotosíntesis, proceso que se reduce fuertemente cuando se retira la vegetación. El factor que más contribuye al fuerte “déficit ecológico” en la Huella Ecológica calculada para México (ver el capítulo de Población) es la carencia de superficie forestal suficiente para absorber nuestras emisiones de gases de efecto invernadero, lo que pone de manifiesto la importancia de la cobertura vegetal para el desarrollo sustentable.
Un segundo motivo de preocupación en torno a la deforestación es su impacto negativo sobre la diversidad biológica del planeta. Al retirarse la cubierta forestal no sólo se elimina directamente a varias especies, sino que las condiciones ambientales locales se modifican seriamente. Bajo esas nuevas condiciones muchos organismos son incapaces de sobrevivir, ya sea porque sus límites de tolerancia son insuficientemente amplios, porque durante la deforestación se eliminan algunos de los recursos que les son indispensables (p. e. alimenticios, refugios, sitios de anidación, etc.) o bien, porque cambian las condiciones bajo las que interactúan con otras especies (p. e. a través de efectos de competencia específica) y pueden entonces ser desplazadas. En el caso de México, como país megadiverso, esta situación es particularmente importante.
De acuerdo con la FAO (2007), que considera que una zona forestal es aquélla que tiene al menos un 10% de su superficie cubierta por las copas de árboles, en 2005 los bosques mundiales cubrían 3 mil 952 millones de hectáreas, es decir, alrededor del 30.3% de la superficie terrestre del planeta. El mayor remanente se encuentra en Europa (25.3% del área forestal mundial), seguido por Sudamérica (21%) y Norteamérica (17.1%, al cual México contribuye con el 1.63%; Figura 2.6).
Según esa evaluación, la deforestación mundial, sobre todo para convertir los bosques a tierras agrícolas, ha proseguido a millones de hectáreas por año. Aunque el ritmo neto de pérdida ha disminuido con respecto a la década anterior (1990-2000: 8.9 millones de hectáreas por año, a una tasa de 0.22% anual), la pérdida sigue siendo alta: para el periodo 2000-2005 se calculó en 7.3 millones de hectáreas anuales (0.18% anual).
A nivel mundial, en el periodo 2000-2005, Sudamérica fue la región que perdió mayor superficie (4.2 millones de hectáreas), seguida por África (4 millones de hectáreas; Figura 2.7a). Por el contrario, en Europa y Asia las superficies boscosas se incrementaron durante el periodo 2000 - 2005 en 666 mil y un millón de hectáreas, respectivamente. Sin embargo, cuando la comparación se realiza considerando las tasas de deforestación, Centroamérica y África son las regiones con los mayores estimados para los periodos 1990-2000 y 2000-2005 (Figura 2.7b). Siguiendo las comparaciones internacionales, debe decirse que México es el único de los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en el que los bosques siguen reduciéndose (Figura 2.8).
El tema de la deforestación en México se caracteriza por la gran disparidad en las estimaciones que diferentes fuentes arrojan sobre el tema. Tan sólo en los últimos quince años se han generado cifras que van desde 316 hasta cerca de 800 mil hectáreas al año (Figura 2.9; ver el Recuadro Tasas de deforestación en México). Las dos estimaciones más recientes de las tasas de cambio en el país fueron las obtenidas por el Instituto de Geografía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) para el periodo 1993-2000 (Velázquez et al., 2002) y la elaborada por la Comisión Nacional Forestal (Conafor) para ser integrada al Forest Resources Assessment (FRA) de 2005 (FAO, 2005). La estimación de la UNAM se basó en comparar las existencias forestales hacia 1993 (de acuerdo con una versión preliminar de la Carta de uso del suelo y vegetación Serie II del INEGI) con las registradas en la Carta de vegetación del Inventario Nacional Forestal 2000, elaborada ex profeso por la misma UNAM con base en imágenes de satélite registradas en el año 2000. Por su parte, el reporte presentado por la Conafor a la FAO se basó en una comparación espacialmente explícita de las áreas con vegetación forestal registradas también en la Carta de uso del suelo y vegetación Serie II (versión reestructurada) del INEGI y la Carta de uso del suelo y vegetación Serie III elaborada también por el INEGI con base en imágenes de satélite registradas en los años 1993 y 2002, respectivamente.
La estimación de la UNAM indica que, durante el periodo 1993-2000, la pérdida de bosques y selvas en nuestro país ocurrió a razón de 776 mil hectáreas por año (1.14% anual). En contraste, la estimación hecha por la Conafor es de 348 mil hectáreas anuales para el periodo 1990-2000. Una diferencia muy importante entre estas dos comparaciones es que la estimación de la Conafor se basó en el criterio de la FAO que considera a una superficie como deforestada sólo cuando ha sido transformada a otro uso del suelo tal como agricultura, pastizal cultivado e inducido, reservorios de agua o áreas urbanas. Esta definición de deforestación es diferente a la utilizada en el estudio de la UNAM que se basa en la diferencia neta entre las superficies cubiertas por vegetación arbórea (p. e. bosques y selvas) en 1993 y el año 2000. Dadas estas diferencias en las formas de estimación es importante considerar no sólo la cifra sino el contexto para interpretar adecuadamente la información. Las dos estimaciones anteriores indican que, a lo largo de la última década, en el país se perdieron entre 3.5 y 5.5 millones de hectáreas de bosques y selvas, siendo la vegetación primaria la que mostró las mayores pérdidas.
La deforestación depende de varios factores, pero uno muy importante es el económico, donde se favorecen las actividades que permiten la mayor ganancia a corto plazo. La explotación de madera para satisfacer el mercado impulsa la deforestación de bosques, principalmente los dominados por una sola especie, lo que hace rentable su explotación intensiva a pesar de que los precios sean relativamente bajos. Los modelos económicos predicen que los precios de la madera promueven el cambio de uso del suelo cuando son altos –pues entonces se deforesta para vender– o cuando son bajos –pues entonces no hay ningún incentivo para conservar el área forestal-. Asimismo, el aumento de los precios de los productos agropecuarios provoca la deforestación, pues entonces los usos no forestales del suelo son más redituables (Cemda-Céspedes, 2002).
Asimismo, un bosque tiene poco valor económico cuando la extracción selectiva lo ha desprovisto de los árboles más cotizados. Aunque esta actividad no retira de manera inmediata la cubierta forestal, su secuela es la deforestación, ya que los productores pueden obtener un mayor beneficio económico al eliminar los bosques empobrecidos y emprender otras actividades productivas en estos predios. Esta lógica permite explicar porqué los bosques y selvas perturbados son luego desmontados y convertidos a terrenos dedicados a actividades agropecuarios en mayor proporción que la vegetación primaria. La alteración seguida por la deforestación es la ruta de cambio de uso del suelo más frecuente en México, especialmente cuando se trata de selvas (Cemda-Céspedes, 2002; ver también la Figura 2.5).
Igual que como sucede a nivel mundial, en México las actividades agropecuarias han sido identificadas como las mayores responsables de la deforestación, seguidas en importancia por los desmontes ilegales (aunque las cifras sobre esta actividad son necesariamente incompletas y con grandes diferencias dependiendo de la fuente que se consulte). Los incendios forestales también son una causa importante que promueve la deforestación; de éstos, prácticamente el 40% se relacionan con actividades agropecuarias tales como la roza, tumba y quema o la renovación de pastizales por fuego. A menudo, una zona que ha sufrido un incendio no se recupera puesto que es inmediatamente ocupada para otros usos como el agropecuario o el urbano. Por esta razón, una fracción importante de los incendios son provocados clandestinamente para invadir zonas de bosques protegidas por la ley o por las instituciones locales (ver más adelante en la sección de Otras amenazas a los ecosistemas terrestres más detalles respecto a los incendios forestales).
Alteración de bosques y selvas
Un proceso menos visible pero tal vez igualmente importante por sus efectos ambientales y económicos es la degradación o alteración de los bosques y selvas. Aunque este proceso no implica la remoción total de la cubierta arbolada (como sucede en el caso de la deforestación), sí puede ocasionar cambios importantes tanto en la composición específica como en la densidad de las especies que habitan estos ecosistemas, lo que a su vez afectará su estructura y funcionamiento.
La alteración de los ecosistemas naturales tiene también efectos negativos directos sobre los servicios ambientales, y con ello sobre la posibilidad de un aprovechamiento sostenible.
De acuerdo con la evaluación global más reciente de los recursos forestales (FAO, 2006), sólo el 36% de los bosques remanentes en el mundo son primarios y se están perdiendo a una tasa de 6 millones de hectáreas anuales (Figura 2.10). El caso de México es también preocupante, ya que actualmente sólo 48.6% de la superficie del país está cubierta por vegetación primaria o con poca perturbación apreciable (de acuerdo con la Carta de uso del suelo y vegetación Serie III), en tanto que la vegetación secundaria -considerando tan sólo bosques y selvas- ha venido aumentando a un ritmo cercano a las 130 mil hectáreas por año (durante el periodo 1993–2002), siendo los bosques templados los que han sufrido una degradación más intensa (cercana a las 252 mil hectáreas anuales).
Tanto la deforestación como la alteración afectan negativamente a los bienes y servicios que proveen los ecosistemas naturales. El considerar de manera conjunta a la deforestación y la alteración permite obtener una evaluación aproximada del ritmo de “deterioro” global de la vegetación. De la década de los 1970’s al 2002, la tasa anual de deterioro (deforestación + degradación) de los bosques y selvas fue de 514 mil hectáreas por año, es decir, poco más de dos veces mayor a la tasa de deforestación sensu stricto (221 mil hectáreas por año). Esta cifra pone de manifiesto el impacto que los procesos de alteración tienen sobre nuestro territorio y, a pesar de ello, generalmente no se les da la importancia debida. La vegetación secundaria que cubre actualmente grandes extensiones del territorio nacional es el resultado tanto de la regeneración de sitios que fueron previamente deforestados, como del deterioro (sin remoción completa de árboles) de la vegetación primaria. Sin embargo, no se cuenta con datos suficientes para cuantificar la importancia relativa de cada vía.
La forma de alteración más semejante a la deforestación es la extracción selectiva de maderas. A diferencia de los bosques templados, en cada hectárea de selva coexisten decenas de diferentes especies de árboles, la mayoría de las cuales carecen de mercado, por lo que su aprovechamiento no es redituable. Dispersas entre estos árboles crecen árboles de maderas preciosas como la caoba (Swietenia) y el cedro rojo (Cedrella) que son taladas sin aprovechar las plantas circundantes. Otra forma de explotación de la madera es la extracción de árboles o ramas para obtener leña. A pesar de que la prohibición local de cortar leña en pie es común en México, la práctica subsiste debido a la necesidad del combustible. Una quinta parte de los habitantes del país utilizan leña para cocinar y, aunque no se tiene una estimación precisa sobre la cantidad total de leña consumida, la superficie de la que ésta se extrae debe ser muy grande. Además del daño directo provocado por la extracción de leña y maderas preciosas, durante el proceso de tala de un árbol como la caoba se dañan entre el 30 y el 50% de los individuos adyacentes (Kartawinata, 1979 en Challenger, 1998), provocando su muerte o haciéndolos más susceptibles al ataque de plagas y enfermedades.
Aunque la ganadería extensiva es más frecuente en matorrales, también tiene lugar en los bosques y selvas, afectando grandes superficies. El ganado ejerce un impacto directo a través del pisoteo y el consumo de plantas. Estas alteraciones perturban a su vez al ciclo hidrológico, al suelo y a la vegetación en su conjunto, trayendo como consecuencia mayor susceptibilidad a la erosión, pérdida de biodiversidad -o al menos cambios en la composición de las comunidades de plantas- y a riesgo de incendios. La reducción de la cubierta vegetal provoca cambios en el microclima, el cual se vuelve más seco y caliente debido al incremento en la radiación solar hacia el interior del bosque y a una mayor facilidad para el paso del viento. Si a esto se suma que actividades como la obtención de leña incrementa la cantidad de materia combustible en el suelo, las condiciones están dadas para los incendios forestales. Durante el evento de El Niño de 1997-1998, se pudo comprobar que en Indonesia la vegetación alterada se incendió espontáneamente con mucha mayor frecuencia que las selvas primarias (Page et al., 2002). Lo mismo ocurrió en México, donde la superficie estatal afectada por incendios durante el evento de El Niño del mismo año estuvo estrechamente correlacionada con la extensión de bosques secundarios existentes en la entidad; de hecho, este factor explica (en sentido estadístico) 46.5% de las diferencias entre los estados en cuanto a la superficie siniestrada por incendios. Aquellos estados que carecían de bosques secundarios prácticamente no sufrieron los efectos de El Niño (Figura 2.11).
La alteración o degradación de la vegetación se acelera con el tiempo, debido a que los procesos que intervienen interactúan unos con otros en forma sinérgica. Sus resultados pueden ser despreciables en un inicio, pero la sinergia acelera las tasas de cambio, hasta que se desencadenan procesos irreversibles de deterioro. La vegetación secundaria es deforestada a una tasa superior que la primaria (Figura 2.5); los accesos abiertos para la extracción de maderas preciosas sirven después a campesinos y ganaderos para colonizar nuevas zonas; la ganadería extensiva provoca erosión; la corta de leña promueve incendios; la vegetación perturbada es mucho más susceptible a las catástrofes naturales (como huracanes, sequías o incendios) que la vegetación primaria. Mientras que la deforestación es típicamente una forma de disturbio agudo, la alteración corresponde a la forma crónica, cuyos efectos son acumulativos, sinérgicos, y cada vez más veloces, hasta volverse irreversibles (ver el Recuadro Cambios catastróficos en ecosistemas en el Informe 2005).
Degradación de matorrales
Los matorrales, huizachales y mezquitales que caracterizan a las zonas áridas de México también han sido deteriorados por el hombre. Sin embargo, en muchos casos no se da la importancia debida a la degradación de estos tipos de vegetación, ya que se les considera más un problema que un recurso. Es frecuente la concepción errónea de que los desiertos son un producto indeseable de las actividades humanas; por el contrario, los desiertos mexicanos son ecosistemas ricos en especies, muchas de ellas endémicas.
El ritmo con el que los matorrales desérticos son transformados a otros usos del suelo es aún más difícil de evaluar que la deforestación (Figura 2.12). De acuerdo con los inventarios nacionales, los matorrales constituyen el ecosistema que más lentamente está siendo transformado a otros usos y que se preserva, por tanto, en mayor proporción como vegetación primaria (92% en el año 2002, según la Carta de uso del suelo y vegetación Serie III). No obstante, en términos absolutos, este nivel de degradación no es despreciable ya que los matorrales secundarios ocupan poco más de 41 mil kilómetros cuadrados, una extensión similar a la de Yucatán o Quintana Roo.
El matorral adquiere una gran diversidad de formas aún dentro de un espacio reducido. La vegetación que es resultado de la alteración en un sitio puede ser perfectamente natural en otro. Por ello es sumamente difícil reconocer cómo debió ser la vegetación primaria de un sitio dado, o si se trata de una localidad con vegetación secundaria; la dificultad es aún mayor si las evaluaciones se hacen con base en métodos de percepción remota y no se cuenta con estudios directos en el campo. Considerando que la gran mayoría de los matorrales se emplean para la ganadería, un análisis realizado por el Instituto Nacional de Ecología (INE) utilizando técnicas alternativas para determinar la degradación, muestra que en muchos municipios del país el número de cabezas de ganado rebasa la capacidad máxima del ecosistema y que el 70% de los matorrales están sobreexplotados y, por tanto, en proceso de degradación. Esta cifra es muy diferente del 7 u 8% de matorrales secundarios que describen las Cartas de uso del suelo y vegetación Serie I (para la década de los 1970’s), Serie II (para 1993) y Serie III (para 2002). Según el estudio del INE, sólo los matorrales del oriente de Coahuila, el Desierto de Altar y de la porción central de la península de Baja California no se encontrarían sobrepastoreados. El sobrepastoreo afecta también al 95% de los pastizales naturales de México, que predominantemente crecen en el norte árido de la república (Mapa 2.6). La Semarnat, con base al estudio de la degradación del suelo causada por el hombre (Semarnat-Colegio de Posgraduados, 2002) realizó una estimación del nivel de sobrepastoreo por entidad federativa del país (Mapa 2.7); el estudio señala que la superficie afectada por sobrepastoreo es de unas 47.6 millones de hectáreas o 24% de la superficie nacional y aproximadamente 43% de la superficie dedicada a la ganadería en el país.
Aunque el tema de los incendios generalmente se relaciona con los bosques templados, la mayor parte de la superficie afectada comúnmente corresponde a pastizales, matorrales y vegetación arbustiva. En el periodo 1998-2008, la superficie de matorrales afectada por estas conflagraciones osciló entre el 35 y el 49% de la superficie total incendiada en el país.
Los matorrales desérticos son ecosistemas sumamente frágiles. Los ritmos ecológicos de los desiertos son de los más lentos del mundo, razón por la que los efectos de las actividades humanas tardan mucho tiempo en ser borrados del ecosistema y van, por tanto, acumulándose a través del tiempo. Consecuentemente, la vegetación de las zonas secas es muy susceptible a los procesos de alteración y degradación, ya que los procesos de aceleración y sinergia típicos del disturbio crónico son muy intensos; de hecho reciben un nombre especial: desertificación (véase también la sección dedicada a este tema en el capítulo de Suelos).
Cuando se altera la cubierta vegetal de un desierto, las condiciones ambientales se vuelven generalmente aún más secas y las temperaturas máximas se tornan más altas. Las plantas y animales que pueden sobrevivir en estos ambientes modificados corresponden a zonas aún más áridas, por lo que el sitio parece aún más desértico que antes. De ahí el término desertificar: “hacer desiertos”. Este modelo se ha tratado de aplicar a otros ecosistemas. Por ejemplo, se ha propuesto que en buena medida los eriales libaneses son resultado de la desertificación. Es difícil saber hasta qué punto los bosques de cedro libaneses desaparecieron como producto de la actividad humana o bien debido a tendencias históricas naturales. La definición más aceptada de desertificación incluye estas posibilidades y señala que “la desertificación es la degradación ambiental en zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas como resultado de diferentes factores, incluyendo las variaciones climáticas y las actividades humanas” (Conferencia de las Naciones Unidas para el Combate a la Desertificación). La degradación implica tanto a la cubierta vegetal como a los suelos que la soportan (véase también el tema de la Degradación del suelo en el capítulo de Suelos).
Fragmentación
Cuando se elimina la vegetación original de una zona, con frecuencia quedan pequeños manchones intactos inmersos en una matriz sumamente degradada. Como resultado de ello, la vegetación natural de las barrancas y las cúspides de cerros y montañas constituyen los únicos remanentes de vegetación que quedan en muchas regiones de México. Cada una de estas “islas” de vegetación generalmente alberga a un número menor de sus especies nativas que una superficie equivalente embebida dentro de una gran extensión de vegetación ininterrumpida. Esto se debe a que varias de las especies nativas son incapaces de vivir en los fragmentos pequeños y a que numerosos procesos de degradación tienen lugar en los bordes. Por estas razones, cuando se busca conservar la vida silvestre no basta conocer la superficie que abarca la vegetación. No es lo mismo contar con una gran masa selvática de 100 mil hectáreas que con cien fragmentos de mil hectáreas cada uno. Ritters y colaboradores (2000) presentaron las primeras estimaciones sobre fragmentación para las selvas y bosques a nivel mundial. Las cifras son alarmantes: apenas el 35% de la superficie arbolada no está fragmentada (formando zonas continuas de más de 80 kilómetros cuadrados) ni sufre efectos de borde (esto es, se encuentra a más de 4.5 kilómetros de un borde). A nivel regional, Norte y Centroamérica mostraron la mayor proporción de bosques fragmentados en el mundo (superior al 45%); considerando el tipo de ecosistema, las selvas resultaron las más fragmentadas (Figura 2.13).
En el caso de México, las estimaciones más recientes acerca de la fragmentación de los ecosistemas provienen del trabajo de Sánchez-Colón y colaboradores (datos no publicados), quienes tomaron como base la información del año 2002 contenida en la Carta de uso del suelo y vegetación Serie III del INEGI. Para medir el grado de fragmentación de los ecosistemas, se consideraron como áreas fragmentadas todas aquellas superficies de vegetación natural menores a 80 kilómetros cuadrados, superficie que se consideró como la mínima adecuada para mantener en condiciones óptimas la diversidad y las poblaciones biológicas de ciertos ecosistemas.
De acuerdo a sus resultados, el 33% de la superficie de las selvas húmedas en México está fragmentada, una cifra muy similar a la de las selvas subhúmedas (38.5%; Figura 2.14). Por su parte, los bosques templados están fragmentados en el 52.1% de su superficie, aunque el estudio aclara que este resultado podría estar influido por ciertos tipos de vegetación que de manera natural no alcanzan grandes superficies, como es el caso de los bosques de ayarín o táscate. Caso similar es el de los pastizales naturales, cuyo grado de fragmentación podría alcanzar el 36.1% de su superficie, pero cuya distribución natural (p. e., los pastizales alpinos) también tiende a ser en parches pequeños. En el caso de los matorrales xerófilos, el estudio calculó que el 20.6% de su superficie en el país en el 2002 podría estar fragmentada.
Otras amenazas a los ecosistemas terrestres
Los incendios forestales ocurren de manera natural y constituyen un factor importante para la dinámica natural de muchos ecosistemas terrestres del mundo, sobre todo en los bosques templados. Debido a ellos, se incrementa la disponibilidad de los nutrimentos en el suelo y se inician los procesos de sucesión ecológica que ayudan al mantenimiento de la biodiversidad (Matthews et al., 2000; SCBD, 2001c). Sin embargo, en la actualidad y debido en gran parte a las actividades y control humanos, los patrones naturales de ocurrencia de incendios se han modificado. Ahora muchos de los incendios forestales ocurren en zonas que anteriormente no sufrían de fuegos, mientras que en zonas que presentaban regímenes periódicos, los incendios se han suprimido (SCBD, 2001c; Castillo et al., 2003).
Sus efectos sobre los ecosistemas son diversos y dependen de la intensidad y frecuencia de los incendios. El efecto más destacado es la remoción de la biomasa vegetal en pie, que, junto con la eliminación de los renuevos de las poblaciones de las especies arbóreas, retrasa o interrumpe la regeneración natural, además de que propicia la invasión de plagas y enfermedades forestales (Matthews et al., 2000; Castillo et al., 2003). El efecto directo del fuego sobre la fauna que habita las comunidades naturales es la muerte, mientras que entre los efectos indirectos pueden mencionarse la pérdida del hábitat, de territorio y de zonas de alimentación, así como el desplazamiento de mamíferos y aves territoriales (SCBD, 2001; Castillo et al., 2003). Todo lo anterior puede ocasionar alteraciones en las cadenas tróficas y en el balance natural de los ecosistemas, lo cual, en el mediano o largo plazos puede ocasionar la reducción de la biodiversidad y la pérdida o degradación de sus servicios ambientales (SCBD, 2001; Castillo et al., 2003).
En el caso de los ecosistemas poseedores de recursos forestales sujetos o susceptibles a explotación, los efectos de los incendios pueden observarse en dos niveles: por un lado, sobre el deterioro y pérdida de los mismos recursos y, por otro, en el detrimento de la calidad del ambiente en el que se encuentran. En el caso de los primeros, el calor del fuego induce la muerte de los tejidos y deformaciones en los árboles, reduciendo con ello la calidad de su madera (Castillo et al., 2003). El fuego también puede eliminar por completo los renuevos de las poblaciones de las especies comerciales y propiciar la invasión de plagas y enfermedades forestales (Matthews et al., 2000; Castillo et al., 2003).
Los dos factores que inciden mayormente en los incendios de los ecosistemas terrestres en muchos países son la tala sostenida de bosques y el empleo del fuego para la habilitación de terrenos cultivables en las prácticas agropecuarias; sin embargo, también ocurren por fogatas y el descuido de los fumadores, entre otras causas. En México en al año 2008, las principales causas asociadas a los incendios forestales fueron las quemas asociadas a las actividades agropecuarias (41%; Figura 2.15).
El número de incendios ocurridos en México y la superficie siniestrada se han mantenido relativamente constantes a lo largo de los últimos quince años (Cuadros D3_RFORESTA05_01y D3_RFORESTA05_02; Figura 2.16). Entre 1991 y el año 2008, el promedio anual de incendios fue de 8 mil 110 conflagraciones, con una superficie siniestrada promedio anual de alrededor de 240 mil hectáreas. Sin embargo, existen años en los que los incendios son particularmente intensos. Tal fue el caso del año 1998, que tanto en México como en otras zonas de mundo, registró cifras elevadas: en el país ese año se registraron 14 mil 445 eventos, con una superficie total incendiada de alrededor de 850 mil hectáreas.
La intensificación de los incendios se debe a una combinación de factores internos y externos. Por ejemplo, algunas prácticas de combate de incendios forestales buscan simplemente impedir la ocurrencia de toda clase de fuegos. Esto provoca que el material combustible (hojas, ramas secas, etc.) se acumule y, cuando finalmente se presenta el incendio, la conflagración adquiera grandes dimensiones. También se ha observado que algunos fenómenos meteorológicos pueden estar relacionados con los incendios. En Yucatán, los huracanes de gran magnitud generalmente van seguidos por grandes siniestros, como sucedió en Sian Ka’an en 1989 tras el huracán Gilberto (López-Portillo et al., 1990) o como podría ocurrir tras los huracanes Stan y Wilma que afectaron extensas zonas boscosas de la Península de Yucatán y Chiapas en el año 2005. También de gran importancia es el fenómeno oceánico y meteorológico conocido como El Niño, que provoca sequías y aumento de la temperatura en México.
Con respecto a la superficie afectada, el mayor porcentaje de vegetación corresponde, generalmente, a los pastos naturales y arbustos, seguidos por la vegetación arbolada. En el año 2008, los porcentajes para estos tipos de vegetación, fueron respectivamente, de alrededor de 43.5, 45 y 11.5% (Figura 2.17).
Además de las actividades humanas y de los incendios forestales, las plagas y enfermedades también pueden afectar los ecosistemas terrestres. Las plagas y enfermedades forestales ocurren en forma natural en los bosques y selvas e incluso son necesarios para el funcionamiento del ecosistema. Sin embargo, el hombre puede incrementar su frecuencia más allá de su incidencia normal y afectar seriamente la condición de los bosques.
Las plagas forestales son insectos o patógenos que ocasionan daños de tipo mecánico o fisiológico a los árboles, como deformaciones, disminución del crecimiento, debilitamiento o, incluso la muerte, con un impacto ecológico, económico y social muy importante. Son consideradas como una de las principales causas de disturbio en los bosques templados del país. Actualmente se tiene registro de alrededor de 250 especies de insectos y patógenos que afectan al arbolado en México (Tabla 2.2).
Dentro de los factores naturales que facilitan el ataque de plagas están los fenómenos meteorológicos como sequías, huracanes y nevadas, así como otras conflagraciones naturales, como los incendios. Sin embargo, las actividades humanas también facilitan el ataque. El aprovechamiento y pastoreo no regulados, el deficiente manejo silvícola, la introducción de especies de plagas y patógenos de otras regiones geográficas, así como los incendios inducidos facilitan el ataque de las plagas forestales. Como resultado del monitoreo periódico que realiza la Semarnat de las zonas forestales del país, en el periodo 1990-2007, el promedio de la superficie afectada anualmente por plagas y enfermedades forestales fue de 31 mil 862 hectáreas (Cuadro D3_RFORESTA06_01). De la superficie acumulada en este periodo, la mayor parte fue afectada por descortezadores (39% del total), seguida por el muérdago (33%) y los defoliadores (15%; Figura 2.18). Los estados con mayor superficie forestal promedio afectada por enfermedades entre 1990 y 2007 fueron Oaxaca, Aguascalientes, Oaxaca, Durango y Jalisco (Mapa 2.8).
Nota
3La FAO considera la deforestación como el cambio permanente de la cubierta forestal a una superficie con una cobertura de las copas de los árboles menor al 10%, con el consecuente cambio de uso del suelo.
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