Introducción
Las zonas terrestres cubren aproximadamente el 30% de la superficie del globo (cerca de 150 millones de kilómetros cuadrados). En esa superficie, las complejas interacciones entre el clima, la radiación solar, la geología y los suelos, entre otros factores, han hecho posible el desarrollo de una gran variedad de ecosistemas con ensamblajes distintos de especies. Aun cuando los ecosistemas terrestres albergan un menor número de phyla que los océanos, su riqueza es considerablemente mayor si se piensa tan sólo en el total de especies que los habitan (Groombridge y Jenkins, 2002). La diversidad de ecosistemas terrestres en México es comparable a la de Brasil (Dinerstein et al., 1995), India y Perú (Rzedowski, 1998). En el país pueden encontrarse selvas altas y bajas, bosques templados de coníferas y latifoliadas, bosques mesófilos de montaña, matorrales xerófilos, humedales y pastizales naturales, entre muchos otros tipos de vegetación, que albergan una gran riqueza de especies y que colocan a México como uno de los cinco países más diversos en el planeta.
Los ecosistemas terrestres son los proveedores más importantes de productos para la subsistencia y desarrollo de la humanidad, y ofrecen también una amplia gama de servicios ambientales de los que la sociedad se ha beneficiado directa o indirectamente. De los ecosistemas terrestres se extraen muchos tipos de alimentos (tanto vegetales como animales), madera, fibras, combustibles, materiales de construcción y principios activos con propiedades medicinales, entre otros (Conabio, 2006; Groombridge y Jenkins, 2002; Chivian, 2008). Algunos servicios ambientales básicos que aportan son: conservación de la biodiversidad, captación de carbono, formación y estabilización del suelo, control de la erosión, protección de las cuencas hidrológicas y degradación de los desechos orgánicos (CBD, 2001; Groombridge y Jenkins, 2002; Pagiola et al., 2003; Ranganathan, 2008). A todo ello debe agregarse su valor estético, científico y cultural, así como su uso con fines recreativos.
El desarrollo de las sociedades humanas y su inherente necesidad de generar bienes y servicios ha ejercido una importante presión sobre los ecosistemas terrestres mundiales. Durante los últimos 50 años el planeta perdió el 50% de la cubierta forestal y 35% de la superficie de manglares, de la mano con el crecimiento de las áreas de cultivo que alcanzaron cerca del 30% de la superficie mundial (Sánchez-Colón et al., 2009). En la actualidad, los principales factores que amenazan a los ecosistemas terrestres son el cambio del uso del suelo (impulsado principalmente por la expansión de la frontera agropecuaria y urbana), el crecimiento demográfico y de infraestructura (e. g., carreteras, redes eléctricas y represas), los incendios forestales, la sobreexplotación de los recursos naturales, la introducción de especies invasoras y el cambio climático global (Vitousek et al., 1997; Walker y Steffen, 1997; Manson, 2009; FAO, 2006; CBD, 2007; Groombridge y Jenkins, 2002; PNUMA, 2003; Nellemann et al., 2009). Como consecuencia de la pérdida o degradación de estos ecosistemas, se altera su funcionamiento y sus interacciones con la atmósfera y los ecosistemas acuáticos (tanto marinos como dulceacuícolas), se modifican los ciclos biogeoquímicos y se reducen o extinguen poblaciones de especies sensibles (Vitousek et al., 1997; Groombridge y Jenkins, 2002; Baena et al., 2008).
Ante la alarmante pérdida y degradación de la superficie vegetal natural, en México y el mundo se han implementado distintas estrategias tendientes a eliminar o reducir las presiones que la amenazan, mitigar sus efectos e, incluso, revertir su deterioro. Estas estrategias han seguido distintas líneas: una se orienta a la conservación de la integridad de los ecosistemas y de los servicios ambientales que brindan, siendo el más claro ejemplo la creación de áreas naturales protegidas federales y estatales. Existen además otros programas cuyos objetivos centrales no contemplan pero promuevan la preservación de la biodiversidad terrestre, como es el caso del Programa de Pago por Servicios Ambientales Hidrológicos (PSAH), descrito en el capítulo de Agua en esta publicación. También se han implementado programas cuyo objetivo principal es el aprovechamiento sustentable de la biodiversidad en los ecosistemas terrestres, sobresaliendo el Sistema de Unidades de Manejo para la Conservación de la Vida Silvestre (SUMA), citado en la sección de Especies de este capítulo y que, de manera indirecta, conserva los ecosistemas donde habitan las especies objetivo. En esta línea existen programas de otros sectores (forestal, principalmente) que hacen posible el uso racional de la biodiversidad de los bosques nacionales, como son el Programa de Desarrollo Forestal (Prodefor) y el Proyecto de Conservación y Manejo Sustentable de Recursos Forestales (Procymaf), descritos en el capítulo de Recursos Forestales. Finalmente, la última línea está encaminada a la recuperación de la cubierta vegetal nacional, en especial por medio de la reforestación, a través del Programa de Conservación y Restauración de Ecosistemas Forestales (Procoref). Este programa también se incluye dentro del conjunto de indicadores del capítulo de Recursos Forestales.
Referencias
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Conabio. Capital Natural y Bienestar Social. México. 2006.
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Nellemann, C., M. MacDevette, T. Manders, B. Eickhout, B. Svihus, A. G. Prins y B. P. Kaltenborn (Eds). The environmental food crisis – The environment’s role in averting future food crises. A UNEP rapid response assessment. United Nations Environment Programme, GRID-Arendal. 2009. Disponible en:
http://www.grida.no/_res/site/file/publications/FoodCrisis_lores.pdf Fecha de consulta: 28-07-2011.
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Rzedowski, J. Diversidad y orígenes de la flora fanerogámica de México. En: Ramamoorthy, T. P., R. Bye, A. Lot y J. Fa. Diversidad biológica de México. Orígenes y distribución. Universidad Nacional Autónoma de México. México. 1998.
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Walker, B. y W. Steffen. An overview of the implications of global change for natural and managed terrestrial ecosystems. Conservation Ecology. 1:2. 1997.
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