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Introducción

La compleja historia geológica de la superficie terrestre nacional ha creado una accidentada orografía que, en combinación con la diversidad de climas, permite la existencia de una rica variedad de cuerpos de agua continentales, tales como ríos, arroyos, lagos, lagunas y estuarios. Sus aguas pueden ser dulces o salobres y estar presentes tan sólo unas pocas horas, ser estacionales o permanentes. Los tipos de vegetación que prosperan en estos ambientes son variados: bosques de galería, que se extienden sobre las márgenes de ríos y arroyos, popales, tulares, y ciertos tipos de vegetación acuática sumergida. En términos de su biodiversidad puede señalarse que, si bien el total de las especies que habita las aguas continentales del planeta es inferior al que prospera en las zonas marinas, la biodiversidad acuática continental resulta considerablemente superior a la marina si se consideran las superficies relativas (Arriaga et al., 2000; Revenga et al., 2000; Groombridge y Jenkins, 2002).

Los ecosistemas de las aguas continentales aportan una gran variedad de bienes a la sociedad que van desde el agua que consume la población, la agricultura y la industria, hasta muchos tipos de alimentos, fibras, plantas medicinales, combustibles y materiales de construcción, entre otros (Revenga et al., 2000; UNDP et al., 2000; Baron et al., 2003; Schuyt y Brander, 2004). También ofrecen importantes servicios ambientales, entre los que destacan el mantenimiento de la biodiversidad, la estabilización climática, la mitigación de las inundaciones, la asimilación y dilución de los contaminantes, el reciclaje de los nutrimentos, la restitución de la fertilidad del suelo y la recarga de los acuíferos (Arriaga et al., 2000; Revenga et al., 2000; UNDP et al., 2000; Harvey, 2001; Groombridge y Jenkins, 2002; Schuyt y Brander, 2004). Baste señalar también que la mayor parte de la energía eléctrica que abastece a la población mundial actualmente se genera en represas que aprovechan los flujos continentales de agua dulce (Groombridge y Jenkins, 2002).

La fuerte dependencia de las sociedades humanas por los bienes que ofrecen los cuerpos de agua continentales ha deteriorado y puesto en serio peligro la permanencia de muchas de sus especies, y con ello la integridad y el funcionamiento adecuado de sus ecosistemas. Su condición y grado de amenaza es aún mayor que el que sufren los ecosistemas forestales o costeros (Revenga et al., 2000). Es importante subrayar que una parte de la presión a la que están sujetas las comunidades acuáticas continentales tiene su origen en las actividades humanas que se realizan en las cuencas que habitan. Dicha presión se ejerce en dos frentes distintos: por un lado, a través del impacto directo, el cual actúa por la modificación o reducción de las áreas de estos ecosistemas y la extracción e introducción de ejemplares, y, por otro, a través del cambio en la cantidad y calidad del agua de la que dependen para su funcionamiento. La expansión de las zonas urbanas y turísticas, la sobreexplotación de los recursos pesqueros y la introducción de especies exóticas son algunas de las principales actividades que impactan directamente a la biodiversidad acuática continental, mientras que la modificación de los cauces por presas y embalses, la sobreexplotación del agua y su contaminación por descargas agrícolas, municipales e industriales son las más importantes fuentes de deterioro de la calidad de su hábitat (Miller et al. 1989; EPA, 1992; Poff et al., 1997; Arriaga et al., 2000; Revenga et al., 2000; UNDP et al., 2000; Revenga y Kura, 2003).