Introducción
El suelo, la capa superficial de material mineral no consolidado que cubre las zonas terrestres, además de servir como medio de sostén de muchos organismos, mantiene complejas interacciones dinámicas con la atmósfera y los estratos que se encuentran por debajo de él, permitiendo el mantenimiento de los servicios ambientales de los ecosistemas e influyendo en el clima y el ciclo hidrológico (Semarnat, 2003). Así, el suelo es un elemento que, junto con el clima, determina de manera importante la distribución de los ecosistemas y de muchos recursos naturales en una región. En México, como resultado de su compleja historia geológica y de su diversidad climática, se encuentran 26 de los 30 grupos de suelos reconocidos por la FAO/ISRIC/ISSS (1998); siendo los dominantes los Leptosoles (28.3% del territorio), Regosoles (13.7%), Phaeozems (11.7%), Calcisoles (10.4%), Luviosles (9%) y Vertisoles (8.6%), que en suma cubren 81.7% del país (INEGI, 2007).
Las sociedades humanas modernas han concebido a los suelos como simples soportes mecánicos de las plantas o como sitios de establecimiento de los asentamientos humanos, ignorando su importancia biológica, ecológica, fisicoquímica, socioeconómica y cultural (Comisión de las Comunidades Europeas, 2002; PNUMA y EEA, 2002). Esta concepción ha contribuido, junto con otros factores, a los procesos de destrucción y degradación que afectan al recurso edáfico. La degradación del suelo se refiere básicamente a los procesos relacionados con las actividades humanas que reducen su capacidad actual y futura para sostener ecosistemas naturales o manejados y producir sus servicios ambientales intrínsecos (Oldeman, 1998). Los procesos de degradación de los suelos son la erosión hídrica y eólica, que se caracterizan por la remoción de las partículas; y la degradación física, química y biológica, que se refieren principalmente al detrimento de la calidad del suelo. La degradación del suelo se presenta en muchos países, incluyendo a México, y muy especialmente en aquellos que mantienen esquemas de crecimiento basados en el uso irracional de los recursos naturales (Hitzhusen, 1993; Bennet, 2000). La degradación del suelo tiene efectos ambientales y socioeconómicos negativos, debido a su relación con la reducción de la biodiversidad, la pobreza, la migración y la seguridad alimentaria (ISRIC, 1990; PNUMA y EEA, 2002).
Las causas de la degradación de los suelos son diversas. En el mundo, el principal agente es el sobrepastoreo (35 por ciento de las tierras degradadas se deben a este factor), seguido por la deforestación (29 por ciento), las prácticas agrícolas inadecuadas (28 por ciento), la extracción de leña (7 por ciento) y, finalmente, la industria y la urbanización (1 por ciento) (GACGC, 1994). En México, a estos factores pueden sumarse el cambio de uso del suelo, el mal manejo del agua, la sobreexplotación de la vegetación para uso doméstico y el vertimiento de residuos industriales (Semarnat, 2002). La magnitud del problema edáfico se agrava en nuestro país tanto por la escasez de conocimientos especializados de este recurso (particularmente los que se refieren a sus aptitudes y vulnerabilidad) como por las fallas en la regulación de su uso y manejo (Cotler, 2003).
Ante esta problemática, en el país se han emprendido diversos programas orientados a la atención, protección y conservación de los suelos, los cuales han estado principalmente bajo la responsabilidad de las instituciones gubernamentales (ya sean federales, regionales o estatales). Los enfoques sobre su conservación han cambiado notablemente en el mundo durante las últimas décadas, y México se ha adherido a estas nuevas tendencias. Los esfuerzos solían concentrarse en las protecciones mecánicas, tales como bordos y terrazas, en buena medida para reducir la escorrentía; ahora los esfuerzos se están reorientando a los métodos biológicos de integración de la conservación del agua y la protección del suelo a través del manejo de las relaciones suelo-planta-agua, así como la reducción de la alteración del suelo a través de la labranza (PNUMA-Earthscan, 2002).
Para describir de manera adecuada las presiones sobre el suelo, así como las condiciones y respuestas que se han implementado para su conservación y manejo, es necesario diferenciarlos en función del uso que se les da. Por un lado están los suelos que sostienen ecosistemas naturales con mayor o menor grado de conservación y que aún mantienen su función original; mientras que en el otro extremo, están aquellos donde la cubierta vegetal original se ha removido por completo para ser utilizados en alguna actividad económica, como es el caso de la agricultura. En el primero de los casos podría buscarse su restauración, mientras que en el segundo, los objetivos deberían enfocarse al mantenimiento de las características productivas del suelo.

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